martes, 30 de julio de 2013

Las palabras no se matan - Ezequiel Bajadish

    Un escritor es, ante todo un gran mentiroso. Hubiera dicho Abelardo Castillo en alguna oportunidad. Y de eso se trata, ser los voceros de increíbles obras, estar presentes en lugares inimaginables, en lugares donde nadie más estuvo antes. Estoy seguro de quePoe, nunca vió al señor Valdemar convertirse en una masa inmunda luego de ser hipnotizado. Y tengo la certeza de que Lovecraft nunca visualizó la magnitud de un oscuro frente a sus ojos. Ni tampoco se perdió en las montañas de la locura. Sara Gallardo nunca estuvo atrapada con un vasco mudo temiendo por su vida y Borges jamás saludó a la distancia a Funes el memorioso. La realidad y la ficción se cruzan en un sendero único, en uno lleno de magia, una magia tan  imperdonable como la del Blaze de Stephen King, robándose un Bebé, mientras lo aconseja un muerto.

                Los escritores tienen esa magia entre los dedos, ese lápiz de otro mundo, como una suerte de Birome mágica, como la de Benedetti escribiendo en ingles, cada vez que quiere hacer lo contrario.
                Pero además de ser los mejores mentirosos del mundo, los escritores también viajan en el tiempo. Es el caso de Trumán Capote con sus Féretros tallados a mano y no olvidar A Sangre fría, que junto con Operación Masacre de Rodolfo Walsh, los convierte inmediatamente en dos viajeros en el tiempo. Este ultimo adelantándose en nueve años al New Juralism. Y a todos los que lo predecedieron.
                La verosimilitud es la clave de una buena obra. Pero si a esta receta le agregamos un ingrediente extra, como una segunda carrera del escritor, puede llegar a convertirse en una obra maestra que quedará inmortalizada en el tiempo, por los años.

                Cuando un escritor tiene el oficio de Historiador, y por que no, de periodista, este escritor se convierte en un viajero en el tiempo. Teniendo la capacidad de volver atrás a una fecha exacta, a una hora exacta, y a un suceso particular. Dejando en evidencia todas las peripecias realizadas en el momento en el que se crea la obra.                  Mezclando la realidad con la ficción (Non Fiction)  se pueden realizar cosas increíbles. De no ser así, no tendríamos creaciones tan pragmáticas como ¿Quién Mató a Rosendo?, El Caso Satanowsky (Walsh) y El Harpa de Hierba. (Capote)

                  Un escritor es, sobre todo una arcaica máquina del tiempo, y un mentiroso potencial. Pero por sobre todas las cosas, es “Una cruel mentira y una dolorosa verdad” Una verdad, que aunque la ignoren, la maten o la repriman, nunca dejaría de ser verdad. Podría remitirme a  Paco Urondo y a Haroldo Conti, que con simples letras, oraciones, frases y demás simples palabras, además de poder volver en el tiempo, se quedaron pisando fuerte, en el mismo sitio donde dejaron de existir, y en los años que vinieron después. Se trata de no olvidar. No olvidar las frases indiscutibles, las palabras justas que se clavan en las mentes de miles de personas. No podríamos olvidar, sin duda esta frase de Urondo que dice “Nos vamos a morir de todas maneras, Nos juguemos o no nos juguemos: El problema en todo caso no consiste en morirse joven, sino en haber vivido al pedo” Una frase que el mismo Paco Urondo, pudo escribir en vida, y otras genialidades como Adolecer (1968), Al tacto (1967)  y sin olvidar Los pasos previos (1972) y La Patria fusilada. (1973). El mismo Paco Urondo que en medio de una balacera, se toma una pastilla letal, para que no lo encuentren vivo. Solamente escuchando a su hija diciendo “Pero papá ¿Por qué hiciste eso? El mismo Paco Urondo, aquel que Walsh describió en breves palabras “A Paco le pegaron dos tiros en la cabeza, pero probablemente, ya estaba muerto”

                Y este es el mismo Paco Urondo, que antes que eso, habría dicho “Empuñé un arma porque busco la palabra justa”  De eso se trata, del combate perpetuo que ignoran los que creyeron que con dos tiros en la cabeza, lo olvidaría todo un país entero. El combate final, de aquellos que ni la muerte puede detener. Y a partir de esto, Conti es un ejemplo entrañable de literatura combativa, de aquellos hombres que además de sangre, sangraban tinta por cada extremidad, por cada bala disparada de un Máuser, hay una idea que intentan aniquilar, pero ni todos los Máuseres del mundo son suficientes para eliminar una idea. No me gustaría citar  a Sarmiento, pero para esta ocasión “Las ideas no se matan” En Castellano  y en la calle, ni en francés ni en una piedra.

                Un Haroldo Conti, que además de tener una entrañable sonrisa y una calvicie pronunciada, tenia, bajo su poder un lema tan propio y tan destructivo como la pastilla letal de Urondo o como el insignificante revolver calibre 22 que tenía Walsh escondido en su tobillo minutos antes de su muerte. O algo más desgarrador aún. La famosa “Carta abierta de un escritor a la junta militar” Pero Conti tenía un lema, un lema que, de no ser por estar escrito en latín, no lo hubiéramos conocido.

“Acabo de enterarme por una persona de mi amistad, que corrió su riesgo para informarme que en una orden que se distribuye entre los comandos de asalto hay una lista de unas treinta personas a liquidar. Yo figuro entre las primeras”

                Así se leía su frase delatora, una frase en latín que desconocieron sus captores, del batallón 601 a cargo de Guillermo Suarez Mason. Que a pesar de todos los intentos para borrar a Conti, solo pudieron hacer desaparecer su forma física. No su escencia  y sobre todo, no a sus ideas.

“Este es mi lugar de combate y de aquí no me voy”



                Hubiera dicho en reiteradas oportunidades, y seguramente, lo hubiera dicho también, mientras un “Grupo de tareas” irrumpía en su casa de Villa Crespo en la calle Fitz Roy al 1200. Su cuerpo, nunca se encontró y desde el 5 de mayo de 1976, forma parte de la extensa lista de desaparecidos en la última dictadura militar Argentina.
                Sus ideas, permanecieron firmes, y su imagen, la de sus profundos ojos, como si fueran dos miras, apuntando a su próximo objetivo y su máquina de escribir Remington, como un fusil cargado de una munición más letal que las balas de los Máuseres  y aún más letal que la pastilla de Urondo. Se trata de una peligrosa máquina de escribir, una despiadada maquina que por más que los años pasen y los escritores sigan muriendo, desapareciendo o guardándose en los lugares más remotos, estos escritores no se olvidarán, como tampoco se olvidarán las ideas que una vez se cayeron sin querer de un cerebro extraordinario, y  fueron a parar a la columna de un diario, en un libro o en una simple hoja de papel, impulsados por la maquina más aterradora jamás inventada.        

                Una máquina de escribir, capaz de viajar en el tiempo, y sobre todo, capaz de hacer perdurar una idea, aún después de la muerte su creador. Por que las ideas son eso, una palabra inmortal que puede ser borrada, pero jamás olvidada.

                Un escritor es todo esto y mucho más. Y tiene que seguir siendo esto, más allá de cualquier guerra, cualquier golpe de estado y cualquier censura, los escritores tienen que estar ahí, para hacer perdurar las ideas, para que las futuras generaciones sepan que lo que las bocas pueden callar, las letras van a seguir diciéndolo, aunque nos cueste la vida y aunque nos cueste la suerte.
                Y no podría terminar estas líneas, sin antes citar a un tal Ernesto, que entre balaceras, muerte, educación y una revolución constante, alguna vez dijo “Podrán cortar mil flores, pero nunca podrán detener la primavera”


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